Tomates

Tomates

La plaza del Mercado

Hay aprendizajes que te marcan de por vida, y hay maestros que saben cómo hacer que la lección se quede grabada a fuego. 

Os voy a contar una anécdota sobre mis estudios, para que entendáis mejor por qué he decidido hacer lo que hago como lo hago. Y por qué dejé la universidad para dedicarme a criar gallinas y plantar tomates en lo alto de una loma para llevar vida de ermitaña. Esto último es mentira, es mi plan de futuro, pero aún me quedan unos años antes del autoabastecimiento y aislarme socialmente.

Recuerdo con especial cariño una clase de la asignatura de ADE, cuando estaba estudiando Ingeniería Multimedia en la universidad. Eran las primeras semanas de curso, y salvo los que ya nos conocíamos de antes, el resto de compañeros eran extraños. Sí, raritos también, pero esa carrera tenía ese público. El profesor propuso la siguiente actividad, ni recuerdo con qué finalidad, pero os podréis hacer una idea; teníamos que imaginar que todos los que estábamos allí teníamos un puesto de tomates en un mercado. Teníamos que conseguir venderlos todos sin perder dinero, y a ser posible, obteniendo ganancias, con una buena estrategia. Bueno, ya os digo que no recuerdo ni el precio, ni la cantidad, ni el dinero del que disponíamos, etc, pero aquello era una vorágine… MENTIRA. 

Los primeros 5 minutos todo eran murmullos en pequeños grupos, vergüenza por entablar conversación con “los clientes”, que a su vez también eran “vendedores”… y muy poca sangre. Se llega a vender horchata y la gente hubiera muerto de sed mientras se cortaban las venas para abastecer el negocio.

Bueno, aquí la menda, cansada de la falta de acción y la excesiva prudencia de mis compañeros de equipo, decidió subirse a la mesa a gritar:

“No son mejores tomates, ni los más baratos, pero los vendo yo, con mi gracejo. Y son para vosotros, que tenéis que comprar a alguien en menos de 15 minutos y estáis ahí mirando al palomo mientras se pasa el tiempo”.

Cabe destacar que llevaba el pelo lila y una nariz de payaso en la mochila. Porque una tiene sus cosicas que le hacen, como mi madre amorosamente suele decir, especialita. Pero por fin, tras un silencio abrumador seguido de una estruendosa carcajada general, la cosa empezó a moverse. Algunos no se rieron, porque para gustos colores, pero me quedé con sus nombres, sus caras e iré a buscarlos el día de mañana a venderles tomates de mi huerto de ermitaña.

Hubo quien vino a comprar, hubo quien copió la estrategia, con variantes o descaradamente, pero claro, sin nariz de payaso ni el pelo lila. Y hubo quien al final de la clase vino a pedirme el teléfono de mi proveedor de sustancias psicotrópicas (Que yo no me drogo, ¡leches!). 

No fui quien más vendió, ni quien más ganancias obtuvo, pero conseguí mis objetivos, y de paso conseguí que los ciento y pico compañeros meneasen el culo y se dejasen de gilipolleces. Y suspendí ese cuatrimestre, porque los números y yo no nos entendimos hasta años después.

El caso es que el señor Humberto me enseñó (aunque esa no fuese la lección) que como tú, que vende lo mismo que tu, que ofrece lo mismo que tú hay a patadas, pero el elemento diferencial es clave para, al menos (ni más, ni menos), llamar la atención en el mercado y obtener resultados sin engañar a nadie.